Suena el despertador, lo apaga y se levanta de nuestra cama
hacia el baño, y no dice nada. Me levanto, voy hacia el baño para darle un
abrazo, pero enseguida me suelta suavemente, diciendo que llegará tarde a
trabajar. Mientras me voy vistiendo, sube el olor a café de la cocina y se oye
la tostadora. Para cuando voy a desayunar, él ya ha terminado y se va al
dormitorio apresurado, porque llega tarde. Además de prepararme el desayuno
debo recoger su taza y el plato donde ha comido tostadas. Pongo la cafetera,
preparo las tostadas y le oigo hacer lo que siempre ha hecho: agarra las
llaves, las mete en el bolsillo del pantalón y me deja un caramelo en la mesa.
Y se va, a veces sin despedirse.
Esa mañana me quedé mirando el caramelo mientras sorbía
lentamente mi café, pensando. A pesar de ser una pareja durante cinco años, me
había convertido casi en su esposa, pero sin anillo ni ceremonia. Y ese
caramelo fue el inicio de nuestra relación, y ahora era la única muestra de
cariño hacia mí. Sentía que el caramelo se había vuelto una rutina para él,
casi una obligación, y eso me deprimió bastante. Aún así, fui a trabajar.
Varias semanas después él siguió con la misma rutina, y yo
seguía más hundida conforme más tiempo pasaba. Me planteé varias veces volver a
mi apartamento, donde aún había cosas mías. Estaba decidido, volvería antes del
trabajo, haría las maletas y volvería a mi piso, dejando esta relación en una
amistad más.
Conforme hacía las
maletas empezaron a aparecer en mi mente los primeros años de nuestra relación,
tumbados en la alfombra del salón mientras veíamos una película, abrazados y
enamorados; dando largos paseos tomados de las manos, y los innumerables
momentos en los que no decíamos nada, pero lo decíamos todo. Y, sobre todo, el
día que empezamos a salir juntos, el primer caramelo. Sentía nostalgia por
rememorar aquellos maravillosos años, y cerré la última maleta.
Me sorprendió cuando le dije que ya no podía seguir con él,
porque me dijo que hacía tiempo que él no sentía la chispita que nos unió, y
que tenía miedo de decírmelo y hacerme daño. Me pidió perdón, me abrazó y me
dirigí a la puerta. Cogí mis llaves, las metí en mi bolso y le dejé el último
caramelo encima de la mesa.
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