martes, 8 de agosto de 2017

Relato: el ascensor



El primer día que la vi estaba volviendo a casa para recoger unos papeles que me había olvidado. Pasé el portal y entré en el ascensor, pendiente de mi móvil para avisar que llegaría algo tarde a trabajar. Pulsé el interruptor, pero se coló un pequeño pie entre las puertas del mismo. Pude ver a una chica con gafas caídas y un moño algo desaliñado sujetando una gran caja. “Al piso 12, por favor” dijo en un tono suave y energético. Tras pulsar dicho botón me fijé más en ella. Era pequeña y delgada, parecía bastante enclenque, por lo que me sorprendía que pudiera con semejante caja. Al llegar al piso 12 se abrieron las puertas, me dio las gracias y se fue rápidamente del ascensor a trompicones. Me pareció una persona algo torpe, pero no pensé más en ella, tenía prisa.
La segunda vez fue al sacar mis llaves del portal, cuando la puerta se abrió desde dentro y pude verla salir corriendo de nuevo a la calle, con una mochila al hombro y haciéndose una coleta sin paras de correr. Esta vez era ella la que tenía prisa, y creo que no me vio. Al meterme en el ascensor vi un libro, una especie de agenda con una letra M escrita a mano en la portada. No pude verla mucho más porque al momento llegó ella con la respiración acelerada que se acercaba a mí diciendo “con que estabas aquí”. Por un momento pensé que me lo estaba diciendo a mí, pero era a ese cuaderno. Me miró, me dio las gracias con una gran sonrisa y salió corriendo de nuevo. Definitivamente pensé que estaba  loca.
Así pasó un tiempo en el que solo coincidíamos en el ascensor, me miraba sonriente a través de sus gafas y me decía la misma frase: “al piso 12, por favor”. Se convirtió en una extraña rutina al volver a casa. En invierno apenas se le podían ver las gafas entre el gorro de lana y una larga bufanda que enrollaba alrededor de ella. Me hacía gracia pesar que parecía un montón de ropa andante. Siempre con una gran sonrisa en su rostro.
Ese día me la encontré saliendo del ascensor y no la pude reconocer. No parecía aquella chica despeinada y con gafas caídas que se tropezaba con las puertas del ascensor. No lo parecía, pero era ella. Me quedé paralizado al verla con un elegante vestido azul, unos zapatos de tacón, un hermoso cabello oscuro y una mirada más penetrante y sin sus características gafas. Mientras caminaba hacia mí noté un extraño nerviosismo que me impedía moverme o hablar. Sonrió levemente, me dijo buenas noches y se fue a la calle. Cuando me di cuenta la estaba siguiendo con la mirada, aún paralizado, desde el interior del portal. Ese nerviosismo siguió dentro de mi incluso después de entrar en mi casa. Algo había cambiado.
Las siguientes veces que me la encontraba me volvía esa intranquilidad espontánea, pero ella también estaba distinta. A primera vista todo seguía igual: moño desaliñado y gafas caídas, pero esa gran sonrisa enérgica había cambiado. De alguna extraña manera era más tenue y demostraba una mayor sensación de felicidad a la vez. Sabía que algo había pasado, y eso me hacía sentir raro, como un pinchazo dentro de mí. No me gustaba esta sensación, pero no podía decirle nada, apenas la conocía, mi única información de ella era el piso 12 y la letra M.
Así paso un tiempo, yo quería hablar con ella, pero no podía, ni yo mismo sabía lo que me estaba pasando. Se me hizo incómodo estar en el mismo ascensor que ella, me ahogaba.
Hubo un día extraño, muy extraño, del cual me arrepentiré siempre. Llegué al portal, metí la llave en la cerradura y la vi, sentada en el suelo al lado del ascensor, escondiendo su cara en sus rodillas. Al oír la puerta levantó la cara por instinto. Estaba llorando. No sabía lo que le había pasado, pero era la primera vez que no la vi sonreír, y descubrí un nuevo pinchazo en mi interior, más molesto e intenso. Se incorporó enseguida, se limpió las  lágrimas con la manga y me sonrió mientras pulsaba el botón del ascensor. Esa sonrisa sí que dolía. En esta ocasión sus repetidas palabras sonaban casi en un susurro y con la cabeza agachada. Al llegar al piso 12 levanto la mirada, hizo la misma sonrisa y con la voz quebrada me dijo “gracias”. Me sentí tremendamente miserable al  no hacer nada mientras se cerraban las puertas.  Aún se encuentra en la puerta del ascensor la abolladura que hice al sentir la impotencia. A partir de ese día, nuestra rutina en el ascensor desapareció. Dejé de verla durante un tiempo, hasta aquel día.
El ascensor se paró en el piso 12 y la vi. Estaba muy delgada y pálida, pero de nuevo la vi sonreír. En este caso era diferente al resto de sonrisas. Era una mezcla entre nostalgia y cariño. Se montó en el ascensor, me dijo buenos días y las puertas se cerraron. Caí en la cuenta en que era la primera vez que no subíamos al piso 12, sino que bajábamos juntos.” Es la primera vez que no te digo mi frase” y  se rió al decirlo. La miré y sonreí con ella. Antes de que se abrieran las puertas, buscó un papel doblado en el bolsillo del pantalón y me miró. Se acerco a mí y me dio un beso en la mejilla, me volvió a decir gracias y me dio el papel. Las puertas se abrieron y vi como ella ayudaba a varias personas a sacar cajas del portal. Se montó en un coche y se fue.
Me quedé paralizado en el ascensor y las puertas se cerraron solas. Miré el papel en el que solo había escrito una palabra: “Melisa”.