El primer día que la vi estaba volviendo a casa para recoger
unos papeles que me había olvidado. Pasé el portal y entré en el ascensor,
pendiente de mi móvil para avisar que llegaría algo tarde a trabajar. Pulsé el
interruptor, pero se coló un pequeño pie entre las puertas del mismo. Pude ver
a una chica con gafas caídas y un moño algo desaliñado sujetando una gran caja.
“Al piso 12, por favor” dijo en un tono suave y energético. Tras pulsar dicho
botón me fijé más en ella. Era pequeña y delgada, parecía bastante enclenque,
por lo que me sorprendía que pudiera con semejante caja. Al llegar al piso 12
se abrieron las puertas, me dio las gracias y se fue rápidamente del ascensor a
trompicones. Me pareció una persona algo torpe, pero no pensé más en ella, tenía
prisa.
La segunda vez fue al sacar mis llaves del portal, cuando la
puerta se abrió desde dentro y pude verla salir corriendo de nuevo a la calle,
con una mochila al hombro y haciéndose una coleta sin paras de correr. Esta vez
era ella la que tenía prisa, y creo que no me vio. Al meterme en el ascensor vi
un libro, una especie de agenda con una letra M escrita a mano en la portada. No
pude verla mucho más porque al momento llegó ella con la respiración acelerada que
se acercaba a mí diciendo “con que estabas aquí”. Por un momento pensé que me
lo estaba diciendo a mí, pero era a ese cuaderno. Me miró, me dio las gracias
con una gran sonrisa y salió corriendo de nuevo. Definitivamente pensé que
estaba loca.
Así pasó un tiempo en el que solo coincidíamos en el
ascensor, me miraba sonriente a través de sus gafas y me decía la misma frase: “al
piso 12, por favor”. Se convirtió en una extraña rutina al volver a casa. En
invierno apenas se le podían ver las gafas entre el gorro de lana y una larga
bufanda que enrollaba alrededor de ella. Me hacía gracia pesar que parecía un montón
de ropa andante. Siempre con una gran sonrisa en su rostro.
Ese día me la encontré saliendo del ascensor y no la pude reconocer.
No parecía aquella chica despeinada y con gafas caídas que se tropezaba con las
puertas del ascensor. No lo parecía, pero era ella. Me quedé paralizado al
verla con un elegante vestido azul, unos zapatos de tacón, un hermoso cabello
oscuro y una mirada más penetrante y sin sus características gafas. Mientras caminaba
hacia mí noté un extraño nerviosismo que me impedía moverme o hablar. Sonrió levemente,
me dijo buenas noches y se fue a la calle. Cuando me di cuenta la estaba
siguiendo con la mirada, aún paralizado, desde el interior del portal. Ese nerviosismo
siguió dentro de mi incluso después de entrar en mi casa. Algo había cambiado.
Las siguientes veces que me la encontraba me volvía esa
intranquilidad espontánea, pero ella también estaba distinta. A primera vista
todo seguía igual: moño desaliñado y gafas caídas, pero esa gran sonrisa enérgica
había cambiado. De alguna extraña manera era más tenue y demostraba una mayor sensación
de felicidad a la vez. Sabía que algo había pasado, y eso me hacía sentir raro,
como un pinchazo dentro de mí. No me gustaba esta sensación, pero no podía decirle
nada, apenas la conocía, mi única información de ella era el piso 12 y la letra
M.
Así paso un tiempo, yo quería hablar con ella, pero no podía,
ni yo mismo sabía lo que me estaba pasando. Se me hizo incómodo estar en el
mismo ascensor que ella, me ahogaba.
Hubo un día extraño, muy extraño, del cual me arrepentiré
siempre. Llegué al portal, metí la llave en la cerradura y la vi, sentada en el
suelo al lado del ascensor, escondiendo su cara en sus rodillas. Al oír la
puerta levantó la cara por instinto. Estaba llorando. No sabía lo que le había pasado,
pero era la primera vez que no la vi sonreír, y descubrí un nuevo pinchazo en
mi interior, más molesto e intenso. Se incorporó enseguida, se limpió las lágrimas con la manga y me sonrió mientras
pulsaba el botón del ascensor. Esa sonrisa sí que dolía. En esta ocasión sus
repetidas palabras sonaban casi en un susurro y con la cabeza agachada. Al llegar
al piso 12 levanto la mirada, hizo la misma sonrisa y con la voz quebrada me
dijo “gracias”. Me sentí tremendamente miserable al no hacer nada mientras se cerraban las
puertas. Aún se encuentra en la puerta
del ascensor la abolladura que hice al sentir la impotencia. A partir de ese
día, nuestra rutina en el ascensor desapareció. Dejé de verla durante un
tiempo, hasta aquel día.
El ascensor se paró en el piso 12 y la vi. Estaba muy
delgada y pálida, pero de nuevo la vi sonreír. En este caso era diferente al
resto de sonrisas. Era una mezcla entre nostalgia y cariño. Se montó en el
ascensor, me dijo buenos días y las puertas se cerraron. Caí en la cuenta en
que era la primera vez que no subíamos al piso 12, sino que bajábamos juntos.”
Es la primera vez que no te digo mi frase” y se rió al decirlo. La miré y sonreí con ella.
Antes de que se abrieran las puertas, buscó un papel doblado en el bolsillo del
pantalón y me miró. Se acerco a mí y me dio un beso en la mejilla, me volvió a
decir gracias y me dio el papel. Las puertas se abrieron y vi como ella ayudaba
a varias personas a sacar cajas del portal. Se montó en un coche y se fue.
Me quedé paralizado en el ascensor y las puertas se cerraron
solas. Miré el papel en el que solo había escrito una palabra: “Melisa”.